viernes, 1 de octubre de 2010

Los pies sucios

El ideal se puede romper
Los pies sucios
La chica rubia tiene los pies sucios. Los tiene sucios por que anda descalza por el puerto de un lado para otro; siempre con su bañador de chico y esa camiseta de propaganda de la escuela de buceo.
         Yo me solía sentar a tomar el café en el bar de la esquina, una de esas cafeterías con sillas de plástico y sombrillas roídas. Me sentaba allí a ver los barcos entrar y salir del puerto y como de vez en cuando, una furgoneta cargaba unas botellas, a unos submarinistas y se iba. La chica rubia de vez en cuando me miraba y al poco, nos acabamos saludando.
         Ella siempre se sentaba en una de estas sillas, rojas, con el color comido por el sol y apoyaba los pies en la mesa. Su rostro siempre mostraba cansancio a eso de la media tarde. Un cansancio de esos que se pueden llevar y que gusta llevar, el cansancio producido por una actividad que te agrada.
         Cierto día me senté a hablar con ella. Cogí mi café y una silla y me coloqué a su lado. Ella se incorporó, recogió sus pies de la mesa y me regaló una sonrisa como mostrándome el agrado de mi compañía.
         La chica rubia de los pies sucios era de Liverpool y trabajaba en verano en Fuengirola, como monitora de submarinismo, hablaba un español pésimo y se solía proteger los ojos de los rayos del sol con unas enormes gafas negras.
         Así hablamos, un día y otro, y poco a poco me fue agradando más su compañía hasta que un día la vi con chanclas. Ya no era la chica rubia de los pies sucios ahora era la chica rubia…nada más. Así que me levanté de la mesa, la di un par de besos y me fui al café de la plaza, donde los chicos juegan a la pelota.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Cosas Pesadas

Juega




Cosas Pesadas

     Llegó en el vuelo de la una y media. Subió al coche y comió lo más rápido que pudo. Se detuvo un segundo, en su cuarto, a leer todos los email que él la había enviado. Mientras el ordenador se encendía aprovecho para mirar todos esos mensajes en su móvil que ya había memorizado. Quería verle. Caer en sus brazos. Besar sus besos.


     Fue al baño y se miro en el espejo. Se hizo la coleta, que una vez, en una tonta conversación, el tanto había alabado. Se pintó las rayas de los ojos por que sabía que le encantaba.


     El tren llegó al andén a la vez que ella. El mundo estaba de su parte, pensó. Salió y corrió a su portal. Le vio salir. Con esa melena negra. Con ese cuerpo alto. Recto.


- ¡Hola! – Gritó ella ilusionada a la vez que le abrazaba.


- Hola. – Contestó él.


- Vamos a dar una vuelta.


- Carmen, he quedado.


- Ah. – Su voz se ahogo en el mismo pozo en el que se hundía sus ilusiones y del que salían sus miedos.


- He quedado con una amiga.


- Dijiste que me esperarías.


- No contestaste nunca.


- Lo se…Lo siento. – Las lágrimas asomaban a sus ojos. – Dijiste que no eras como los demás, que podías esperar.- Se hizo un silencio – No eres el soñador que me habías vendido. – Contestó medio reproche medio desesperación.


- Tú no eras un sueño, eras un amor. Puedo con el fracaso de los sueños pero no con el peso del amor. Soy solo…Soy solo.


     Ella se dio la vuelta con los ojos guardando mares, sin saber que él, anuló su cita, subió a casa y se escondió en una esquina del cuarto y rompió a llorar.

martes, 31 de agosto de 2010

Chronos

Este segundo nunca lo vas a recuperar





Chronos

     Un “papá” de la boca de mi hijo me sacó de la abstracción en la que me encontraba. Incline el recipiente que sostenía entre mis manos y las cenizas más pesadas cayeron al Támesis mientras que las más ligeras volaron sobre sus aguas.


     La luz de la ciudad, sus colores, sus formas eran las que mismas que siempre la había enamorado. Ahora estaba solo. Mi compañera, mi amor, se había muerto y yo lo único que podía hacer por ella era cumplir su última voluntad, verter sus cenizas en ese sitio.


- Iros por favor. – pronuncie entre balbuceos.


Allí me quedé solo, con la ciudad, el río y su recuerdo. Tanto me dolía que no era capaz de moverme. Mi amor estaba por allí disuelto y mis lágrimas poco a poco fueron nublando mi vista. Un cáncer la había alejado de mí demasiado joven. Me fui desesperando y llenando de rabia. Me di la vuelta y me golpee la cabeza contra la pared de piedra oscura, una y otra vez, hasta caer inconsciente.


- ¿Qué haces? – Todo era claro e infinito. Estas palabras, pronunciando por unos labios gruesos, rodeados por una densa barba blanca, me hicieron girarme.

- ¿Quién eres?


- ¿Quién eres tú?


- Yo soy un hombre solo.


- Yo soy Chronos.

- ¿Chronos?

- El dios del tiempo. ¿Qué haces aquí?

- No lo sé muy bien. Hace un segundo estaba golpeándome contra una pared.


- ¿Un segundo? Un segundo no es nada.

- ¿No?

- Un segundo es solo como medís, los humanos, una variación lineal en el tiempo en una única dirección. Yo puedo ir y volver.

- Quiero volver junto a ella.

- ¿Junto a…?

- Mi mujer. Volver atrás. Quiero estar junto a ella una vez más.


- No puedes. No puedes ir para atrás. Eres solo un hombre.

- ¿Y? Me acuerdo de cuando mi abuelo me dio mi primer reloj. Los adoquines del patio eran rojos y blancos y en la puerta del portal, con un traje elegante, como siempre iba, me tendió aquella caja. Yo la abrí con sorpresa. Allí estaba él, el tiempo, marcado por una aguja azul y otra negra. Le di las gracias y no me plateé nada más allá del objeto que me daba. Ahora soy prisionero de su adoración. No puedo escapar a la adoración de los relojes y a lo que nos atan. Continuamente moviéndose y marcando la vida de la humanidad. Mi mujer falleció a las cuatro y cuarto de la madrugada, mi hijo nació a las tres y veintitrés del medio día y el naranjo que hay frente a la puerta de mi casa lo planté una tarde a las siete y cincuenta y dos. Continuamente miramos el tiempo. Todos. Él que no lo hace vive perdido igual un naufrago flotando en el inmenso océano o desperdiciando su existencia como un animal, siempre tumbado. ¡Chronos, eres tan cruel!


- ¿Cruel? ¿Yo?


- Si. Este segundo nunca lo voy a volver a sentir. El tiempo es lo único que el hombre no puede recuperar. ¿Para qué tenemos relojes?


- Vosotros los hicisteis.


- Para sufrir. Para agobiarnos y vivir corriendo viendo como lo más importante se nos cae de los bolsillos. Eres cruel.


- No. – Sonrió – Soy el único Dios justo. El tiempo es lo único que tiene cada individuo por igual, todos tenéis veinticuatro horas. La forma en la que disponéis de ellas ya no está bajo mi poder. Tú quieres estar por encima del resto eso es injusto.


- Sí. – Ríe.- Pero lo quiero.


- Eres tan engreído que te voy a dar una oportunidad. Volverás a verla, si es lo que quieres, una última noche, a cambio del resto de tus días. ¿Aceptas?



martes, 24 de agosto de 2010

El Monstruo

Qué difícil es cambiar de condición




El Monstruo


     Exactamente no sé como esto se fue convirtiendo en mi casa, un lugar tan umbrío. Empecé a venir aquí poco a poco al principio, luego comenzaron a ser temporadas más largas. Algo de mí no coincidía con el mundo exterior.

     Este es un sitio apartado, solo mío. Nadie quiere venir aquí. Nadie se atreve a venir aquí – rió-. El acceso es dentro de un callejón. De allí sale un puente de piedra natural que cruza sobre un río cuyas aguas son muy frías. Hay que caminar un poco por un bosque denso de robles. Hay que bajar por un camino roto por el agua. Hay que llegar a un puente de más de mil años. Se que al otro lado hay una casa en ruinas, aquí ya solo quedan ruinas. En la primera orilla, la opuesta a la casa, hay una explanada de hierba verde con margaritas. El agua del río es fría, pero como el sol suele bañar esa zona me solía tumbar por allí.

     Un día vi algo al lado del camino, poco antes de llegar a la explanada de hierba y margaritas, en el lado derecho. Un riachuelo alimenta al río. Esta escondido entre una densa vegetación, por eso tardé tanto tiempo en verlo. Si lo sigues llegas a una pequeña presa, muy pequeña, más bien un dique, con escudos de piedra. No será muy viejo, doscientos años, quizás. Mas allá, haciendo caso omiso de las marcas, tanto en el suelo como en la roca, de las bestias que por allí vagan, se encuentra un acceso subterráneo al infierno.

     La roca negra y la lava roja dibujan lo que hoy es mi casa. El aire quema y es difícil de respirar. Aquí nadie viene, porque cualquiera huiría.

     Es cierto que mi pasado había sido casi idílico pero en ocasiones eso no vasta. Paso a paso mi alma se fue pudriendo de esta enfermedad que ahora contamina cada una de las venas de mi alma. Inocente y enfermo era carne de cañón para aquel sitio.

     Intente sobreponerme a ello escondiéndolo en lo más profundo de mi corazón. Yo sabía que algo iba mal, algo que considere normal, y que sino lo era, como siempre, lo superaría yo. Lo hundí y creí que estaba muerto. Muerto.

     Todo era falso. Ese mal seguía avanzado por mi interior paso a paso pudriendo cada uno de mis nervios, de mis músculos, de mis huesos, de mis órganos. Pero yo estaba en una burbuja, en la que se había creado para alagar la mediocridad, justificar la ineficacia y dar a luz al fracaso. Allí encerrado estaba, por fuera, mientras que por dentro mi forma cambió.

     Mi piel poco a poco se fue oscureciendo hasta coger el mismo color que la ceniza del infierno. Mis pupilas se han dilatado y ahora prácticamente no tengo iris. Me he quedado más delgado de lo que ya estaba. Muevo mis extremidades como con pesadez y encorvo un poco la espalda. Mi dedos se han alargado, adelgazado y mis uñas crecen puntiagudas. En definitiva, soy un monstruo.



*

     Una vez unos vieron, eran muchos pero después se quedaron en pocos. Gentes que poco a poco se fueron recreando en la monstruosidad de mi mismo y exhibiendo la suya. Gente que se enorgulleció de la decepción, del pesimismo, de la mediocridad y de la tristeza de sus propias vidas. Fue una burbuja en mi vida. Una burbuja en la que fui un rey, pues no hay nada más monstruoso que yo mismo. No hay nada más decepcionante, pésimo, mediocre y con una vida más triste de ver.

     Pero incluso allí estuve incómodo. No. Algo seguía yendo mal. Demandaba algo que hay no estaba. Aunque hacía fuera estuviera feliz y alegre, cada vez estaba aun más dentro de mí. Más de mí mismo. Más en el infierno.

     Un día ocurrió una casualidad, o un conjunto de las mismas. Estando en mi cueva alguien entró. Alguien que quería meterse en mi vida. Al principio la mire con receló. Pero me disparó una flecha que me alcanzó. Del extremo de ésta, una cuerda anudada se tensó y me impidió huir. Cobarde por naturaleza con todo lo ajeno a la burbuja y más aun con el resto del mundo, estaba atrapado. Tuve que conocerla. Cada segundo que pasaba me maravillaba más. Más me encantaba.

     El principio fue divertido, lleno de curiosidades y grandes retos para ella. Pero estuvo allí, y los superamos. Luego vino una época de discusiones. Qué más daban, las reconciliaciones eran geniales, más tarde magnificas. Después llegó lo sublime.

     He de advertir que no todo fue tan magnífico. El mal de mi interior se revolvía y yo no podía ni verlo. Lentamente volvía a domarme y esta vez…sí tenía que perder. La intensidad de lo bueno se expreso también en lo malo. Me hundía. Me hundía. La dañaba y me degeneré en otro ser, otro peor aun que él anterior.

     Era lo peor que había visto de mí. Un día harto desee la prisión por propia voluntad y camine loco y con aspecto de loco por pasillos blancos sin sentido. Las horas pasaban sin sentido. Las drogas se tomaban sin sentido. Las conversaciones me rodeaban sin sentido. Solo la idea de verla cruzar la puerta una vez más, como a cada oportunidad, era lo único que me hacía querer salir de ahí. Así lo creyeron y me devolvieron la libertad. Falsa libertad.

     El horror que yo mismo guardaba allí seguía y yo luchaba a ciegas. Cada día un nuevo frente. El estomago. El hígado. Los intestinos. El cerebro. ¿Se mueve, o es que estoy podrido entero?


     Los apoyos llegaron a ser cargas. Cargas pesadas. Mis apoyos se enfrentaban. Un pulmón contra el corazón. Los riñones también contra él. Todo se lío en un mar revuelto de aguas oscuras, aguas mías: oscuras.


     Un día horrible, una vez más, ese horror se apoderó de mí. El derrotismo volvía a tomar el mando de mi mismo. La cuerda se tensó. Se tensó como siempre se había tensado, como siempre que el uno tiraba del otro. Pero llevaba tanto tirando ella de mí, de un monstruo tan pensado, de un mal tan grande, que la cuerda se rompió. Rota ella, suelto yo. Ella se fue y yo la dejé ir. Carecía de fuerza para luchar. Volvía una vez más a estar en una burocracia, en una corriente, en un torbellino: preso. La mala suerte y el azar se pusieron de acuerdo para hacernos morir, para romper la cuerda. Mi cobardía. Mi derrotismo.

     Ignoro como vaga ella. Pero sé que es de mí: vuelvo a la cueva, a la parte más interior. Poco me importar morir o vivir pues no hay vida sin corazón y el mío es de ella. Ya se ha vuelto a estancar la sangre de mis venas y vuelve la ceniza a mis pulmones. Me encojo. Me encojo muy fuerte. Tanto que me hago piedra y caigo a la lava. Lava fluye al interior. Fluye a lo más hondo. Quiero saber que hay en mi interior. Si muero seré roca: fría, impasiva, pálida. Si vivo seré lava y brotaré de las entrañas de la tierra hasta lo más alto del cielo, donde tú me veas, donde yo te vea. Dispararé. Disparé sin fallar y a quemarropa. A ti. La alcanzará un cordón que nada volverá a poder quebrar. Acepto la derrota, pero jamás volveré a ver al fracaso.

     El cielo será azul como tiene que ser. La tierra marrón como tiene que ser. El césped verde como tiene que ser. Tú serás mía como tiene que ser y el mundo será nuestro como tiene que ser.


* Dibujo de A. J. Martínez Gomez