¿Donde marca el
viento?
El
portazo fuerte, de la salida rencorosa de Beatriz, enfadada por no acompañarla
con unos amigos remilgados, puso en acción su cuerpo. Sacó el paquete de
cigarrillos que escondía detrás del retrete, la botella del bourbon de la caja
de herramientas y se sentó en el minúsculo jardín de la parte trasera. Se tumbó
en una hamaca de madera, abrió el albornoz y allí, en calzoncillos blancos y
calcetines grises, miró el tejado de la casa.
Ya
no se atrevía a subir al tejado escalando por la fachada. Podía pedirle la
escalera a Luis, el vecino del Chalet B, sacar la atornilladora y plantar en lo
alto de su tejado la veleta con forma de galló, esa que compró hará seis años y
que ahora se escondía entre fotos y posters de su juventud grunge, prisioneros
por no casar con la decoración minimalista de la casa.
¿Y
si la ponía? Beatriz ni se fijaría, solo la vería el vecino del Chalet D. Podría
enfadarse. Ya le hicieron cambiar los toldos a Luis por ponerlos de un verde
personal y no del naranja despótico de la urbanización. Podría protestar, y
entonces “Bea” se enteraría, y miraría el tejado, y también se enfadaría.
Se
rellenó la copa. Alzó la botella y la
miro con esfuerzo, como si le pesara ver el cristal vacío. Se levantó y
revolvió entre las ollas. Allí guardaba algo más de bourbon. Se relleno el
vaso. Degustó la forma con la que el líquido caía. No llegó a pedirle
hielos al frigorífico gigante. Se marchó. Se fue a casa a de Luis y le pidió la
escalera.
Volvió
a tumbarse en la hamaca, con la copa en una mano y el cigarrillo en otra. La
escalera, ahora apoyada en la fachada, le invitaba a cometer una locura. A
“Bea” no le iba a gustar. También era su casa, pensó. Tenían que haberse ido a
las montañas, lejos de la ciudad, con varias decenas de metros y una muralla de
pinos que le separase del vecino más cercano.
Apuró
el vaso y, con el cigarrillo entre los labios, dejó caer el albornoz. Empuñando
una atornilladora en la mano derecha y una veleta en la izquierda, subió al
tejado. Sin miedo, sin vacilación, ebrio de una excitación juvenil olvidada, de
una libertad que había descuidado, clavó allí ese gallo de hierro.
Cuando
llegó Beatriz, él estaba leyendo en la hamaca, en calzoncillos blancos y
calcetines grises. La botella estaba abierta en el suelo. No le dolía ver el
bourbon caer en el falso césped. Levantó con cuidado la esquina superior derecha de
la página, arrastro con delicadeza el dedo por la hoja, como si fuera una piel
dulce, y la giró cuando terminó el último renglón.
-
- - - ¿Has puesto el puto gallo ese de mierda?
- - - ¿Has puesto el puto gallo ese de mierda?
Levantó la
cabeza, la miró, entre pena y desprecio, y la pidió el divorcio.